Últimamente, las noticias sobre la creación de cuentas falsas y la vigilancia de las redes sociales se acumulan a un ritmo vertiginoso.
Aunque esta técnica se ha utilizado con notable frecuencia en los últimos años, la gestión del ejecutivo en la actual crisis de la COVID-19 ha vuelto a estar en el punto de mira, con cuentas falsas supuestamente creadas para alabar la actuación del gobierno. La pregunta que subyace es: ¿Cómo se relaciona la creación de cuentas falsas con la vigilancia de la red?
Los perfiles falsos que existen en redes sociales como Twitter, Instagram y Facebook suelen utilizar algoritmos que instruyen a los bots (programas informáticos que imitan el comportamiento humano) para automatizar las respuestas. El uso de bots permite posicionar desde un mensaje hasta un producto o incluso un eslogan. De este modo, se crean artículos de opinión influyendo en las conversaciones que tienen lugar en las redes. No nos referimos a la creación de perfiles falsos suplantando a terceros y/o haciendo un uso indebido de su identidad, lo que podría dar lugar a la comisión de un delito de apropiación de la condición de persona -casos especialmente problemáticos cuando la creación de dichas cuentas tiene como objetivo engañar a terceros- o incluso a un delito de revelación y divulgación de secretos.
Por otro lado, el seguimiento y monitoreo de las redes sociales permite analizar fuentes abiertas como Facebook, Twitter, Youtube e Instagram, o incluso medios digitales, para identificar, a partir de ello, los ejes de comunicación relacionados con el comportamiento de determinados sectores y comunidades. En definitiva, hablamos del Social Big Data, una estrategia cada vez más importante para el marketing, que permite conocer con precisión el comportamiento de los usuarios en las redes sociales a través del análisis, la gestión y el uso de la información publicada en las propias redes, lo que permite predecir posibles conflictos y, por tanto, anticipar estrategias de respuesta.
Tras analizar los parámetros de actuación, surge la pregunta: ¿cómo podemos combinar ambos conceptos? El procedimiento habitual es monitorizar o escanearlas redes sociales, luego analizar los datos obtenidos y finalmente pasar a la fase de intervención o acción. En esta fase de intervención, a veces se promueve la difusión y/o creación de contenidos positivos mediante el uso de cuentas falsas.
Cada vez son más los casos que salen a la luz en la prensa de grandes partidos políticos -de cualquier ideología- asociados a la creación de cuentas falsas en las redes sociales para conseguir de forma artificial y automática una mayor difusión de los mensajes oficiales o institucionalizados que convengan a sus intereses mediante el uso de bots. Por no hablar de casos como el Brexit o las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos, y de lo que ha ocurrido recientemente con la gestión de la actual crisis sanitaria, que ha visto surgir cuentas cuya actividad parece limitarse a alabar y ensalzar las noticias publicadas por las páginas institucionales de La Moncloa y el Ministerio de Sanidad, haciendo evidentes -y automatizadas- muestras de apoyo al Gobierno. Las preguntas que se podrían hacer van desde si se trata de una campaña para potenciar los perfiles institucionales del gobierno en las redes sociales, hasta si el gobierno está detrás de la creación de los bots o del encargo de un servicio que compra perfiles falsos a terceros, y si es así, cómo se ha gestionado este encargo.
Pero, ¿podrían estas prácticas generalizadas (difundir más el mensaje propio, posicionar un hashtag o crear una opinión favorable) constituir un delito? Al fin y al cabo, es prácticamente imposible encontrar un partido político cuyos líderes no hayan acumulado seguidores "falsos". Aunque una campaña de "spam político" de este tipo podría considerarse éticamente reprobable, nuestra opinión por el momento es que no es un delito. Otra cosa sería, por ejemplo, que se demostrara que el Gobierno encargó oficialmente la compra y gestión de bots a un tercero, aspecto negado por el Gobierno, que ha afirmado ser "víctima de la creación fraudulenta de perfiles falsos". Aunque en un principio se podría argumentar que este comportamiento podría considerarse un delito de malversación de fondos públicos (mala gestión de fondos públicos), en realidad se trata de otra estrategia de marketing. Agresivo y éticamente cuestionable, ¿pero criminal?
Otra cosa sería si esa estrategia se utilizara para atacar a otros líderes políticos o para contribuir a la difusión de las llamadas fake news. Sin pretender profundizar en estos aspectos, sólo es necesario hacer una puntualización. En este contexto, el ministro del Interior anunció hace unos días que los funcionarios vigilarán las redes sociales "para comprobar determinados discursos que puedan ser peligrosos o delictivos (...) y para detectar campañas de desinformación". En este contexto, conviene recordar que es impropio de un Estado democrático de Derecho normalizar las llamadas "investigaciones prospectivas", esas investigaciones generales e indeterminadas destinadas a encontrar "algo" que pueda indicar la comisión de un delito, y que son constantemente reprendidas por nuestro Tribunal Supremo. Entonces, ¿qué ocurre cuando el propio Gobierno anuncia la investigación de la posible comisión de delitos (en general) con el pretexto de detectar "campañas de desinformación"? Está claro que el control de las redes sociales no es en sí mismo un delito, y menos cuando lo hacen empresas o particulares. Pero, ¿eslo mismo cuando es el poder ejecutivo el que persigue los delitos? Se podría decir que somos espectadores pasivos de una regresión del derecho penal hacia un modelo prospectivo, donde no se persigue la comisión de un determinado delito, sino que se busca. Todo ello bajo la apariencia de una hipotética peligrosidad del acto futuro (¿para quién?) y el manto siempre presente de la seguridad.
Un terreno pantanoso del que, sino conseguimos salir a tiempo, podríamos quedar atrapados e incluso volver al temido "ministerio de la propaganda" típico de los regímenes autoritarios, o al "ministerio de la verdad". Quizá el futuro distópico que Orwell imaginó en su novela "1984" no esté tan lejos como pensamos.
Fuente: Molins